Recuerdo ese día, esa fecha y ese año. Era 2014 (octubre 3) cuando salía de unas de mis consultas con una de las peores noticias y no pude pegar el ojo en toda la noche. La vida me pronosticaba existir hasta mis cincuenta y en ese entonces, tenía veinticinco. Sabía, de alguna manera, que el tiempo pasaría volando y no podría llegar a hacer todas esas cosas que siempre pospuse y las muchas otras que querría empezar a hacer, al menos, en mi imaginación.
Estuve esa madrugada (Octubre 4) sin poder cerrar los ojos hasta las cinco de la mañana y una llamada me despertó a las nueve de la mañana con una noticia mucho peor. Mi nana, mi mami, mi segunda madre... había muerto. No podía creerlo. Días antes había hablado con ella para decirle que iría en diciembre a verla, después de catorce años. No podía imaginar en mi atolondrada cabeza, en ese instante, un mundo donde no estuviera ella. Desde que tenía uso de razón, ella existía. Existía en los buenos momentos, en los malos, en las caídas y en los regaños. En esas tardes de telenovelas abrazada a ella, en esos tamales hechos por montón. En la navidad. En los cumpleaños. En los domingos. Todos los días de escuela a las seis de la mañana. En las citas médicas. En los gritos de la seis de la tarde porque ya estaba la cena y en ese último adiós que me dio por adelantado porque no quiso ser testigo de mi mudanza a otro país.
Ese día (Octubre 4) me la pasé llorando y parecía que me estaba muriendo pero, no podía morir en ese momento. En mi agonía me ahogué todas las palabras que quise decir y era uno más que la desolación. Nunca pude pronunciar palabras de condolencias a sus hijos, a mi tío y a sus nietas. No podía dejar de pensar en todas esas veces que la imaginé en mi graduación, en mi boda o conociendo a mi primer hijo. Y en ese momento, sólo había un espacio vacío en la banca de la iglesia, en la mesa de la fiesta, no estarían los ojos claros que quería que fueran parte de mi felicidad.
Cuatro años han pasado y no hay momento que no piense en ella. Y justo en los momentos de desolación quisiera que me abrazara. No he encontrado abrazos más cálidos como los que solía darme.
Me propuse ser feliz y positiva en todo lo que me restaba de vida porque sabía que podría reunirme con ella pronto. Ante cada problema, encontraría una solución; un obstáculo, fortaleza; una lágrima, un consejo; ayuda, una mano.
Puse todo de mí para que fuera, cada día, de esa manera. Sería fuerte y aún con el tiempo encima, lograría todo lo que me propusiera. Sería feliz.
Cuando cumplí veintinueve, aún tres días después, estaba en la sala de un hospital realizándome un examen para descartar esa rara enfermedad. El doctor me vio muy soriente y me dijo que no tenía FQ. Me sentí feliz y aliviada. Así como lo hizo mi familia. Pero, no sabía que había tomado eso como un permiso para volver a tocar fondo en la tristeza. De dejarme llevar por sentimientos de amargura y estancarme en el pasado. Ser esa yo que había dejado atrás, porque no tenía tiempo de aferrarme a todo lo que los demás veían como prioridad. No tenía tiempo para llorar y ver el mundo pasar. Cada vez que llorara, sería una fuga pero, limpiaría mis lágrimas y lucharía por esas cosas que siempre quise, aunque fuera lo último que hiciera...
Creo que llegó el momento de renovar esos votos y seguirle haciendo tributo a mi mami, esa mujer que me abrazó haciéndome llamar "hogar" a una persona. El tiempo que yo me tarde, valdrá la pena si vuelvo a estar en sus brazos.