Cuántos días han pasado en los que me he ausentado hasta de mi propia vida. Un día estás sentada frente a tu computadora haciendo tarea y en segundos estás rogando por llegar a la salida. Escuchas los gritos de tus vecinos mientras tratas de meter la llave en la puerta y cuando abres, sientes alivio sin saber lo que vendría después.
Me encontré con redes sociales llenas de derrumbes, gritos de auxilio, miedo y duda. Pensé que serían días llenos de inseguridad, en realidad lo son. Supuse que todo estaría controlado y que después de eso solo me quedaba esperar para continuar con la rutina. Entonces, vi más allá del panorama a las tantas familias que se quedaron sin casa, que perdieron seres queridos, mascotas y que sienten miedo por lo que viene después.
Decidí ayudar. Hacer algo o más bien, ver qué le podía ofrecer a las personas que perdieron un pedazo de sí mismas. Entre mis días de caminar de un lado a otro, de enojarme y quejarme por las condiciones en las que tenía que enfrentarme antes de poner manos a la obra, me di cuenta que yo estaba en la gloria, de alguna manera, no tenía de qué quejarme. Cuando logré hacer algo, aún no estaba contenta y es que luchaba más por hacer que me ayudara a mí a verme como mejor persona que preocuparme por si los demás estaban sufriendo o no.
Los días pasaron y seguía más frustrada que el día anterior al otro. Decidí no salir un sábado y tomarme un descanso. ¿qué era lo que realmente podía hacer por los demás que estuviera a mi alcance y que no me hiciera sentir frustración, a la vez que dejaba a un lado la postura de tener una imagen de servicio y buena voluntad?
Dejé de pensar en la idea de lograr algo que generara un impacto para obtener el reconocimiento y me puse a ayudar de verdad, en algo honesto y que mantuviera mi mente alejada del ego arrogante que me perseguía durante los silencios.
Busqué y esperé por horas lugares en donde se necesitara la ayuda y hasta que no tuve contacto con familiares, brigadistas y rescatistas, no me di cuenta que la realidad era más pesada de lo que sabía. No podía saber qué tan jodida e incompletas estaban las personas hasta que tuve que ver cómo vivían en ese momento. No sabía que sufrían de frío, lluvia, calor y de desesperación. La incertidumbre que dominaban los escombros: ¿están vivos o muertos? No puedo imaginar el dolor de una familia que acaba de perderlo todo.
No puedo imaginar lo que es perder a alguien que amas. No puedo imaginar el momento en el que una luz se apaga ni qué sueños y metas tuvo, qué problemas dejó inconclusos y a qué personas no le puedo decir lo que sentía, bueno o malo.
No puedo ponerme en el lugar de alguien que tenía ideas por realizar, sueños que imaginar, pensamientos que dominar, metas que cumplir, besos que dar y todo aquello que imaginó en el futuro o en la persona que ya no podrá escucharlas, verlas, sentirlas y compartirlas.
No puedo ponerme en su lugar, aunque estuve varios días buscando a quien ayudar, cuando realmente ayudé y supe que es lo más desgarrador de la vida, no llegué a comprender y a sentir lo que es ver el mundo de alguien desmoronarse, literal y figurativamente. Después entendí que al ponerte en sus zapatos, sufres con ellos y que no hay una palabra para definir todos esos sentimientos encontrados, que no hay paz ahora, que no sabes cuándo llega la resignación y que no habrá día de tu vida que no agradezcas por todo lo que tienes y por esas personas que siguen contigo.
Hasta que no vi lo que una sociedad puede hacer por sí sola, no entendí que el mundo aún puede salvarse. No lo vi venir, de toda esta gente que en el transporte público, en la calle, en la escuela o en el trabajo puede ser indiferente en un día cualquiera... también puede ser aquel hermano, paisano y amigo que te puede brindar una mano sin saber tu nombre.