Llevo 2 semanas con mi familia, en una ciudad recóndita al sureste del país, a unos kilómetros de la frontera con Guatemala. Estamos en la costa y por ende, el clima es caluroso y húmedo.
Cada vez que me subo al avión camino hacia este lugar, me preparo mentalmente para la ráfaga de viento de bienvenida que parece que me arranca la piel. Sigo caminando mientras inhalo y exhalo, pensando que en unos días me acostumbraré a lo que antes había soportado tan relajadamente, cuando crecía y que dejé de añorar porque soy más fan del frío que del calor. Pero, ahí está mi familia esperando del otro lado de la sala y todo comienza a mejorar.
Dejo atrás lo que traía cargando desde la ciudad más fría y loca. Dejo mis pensamientos, mi cansancio y mis malas vibras. Lo que no dejé atrás fue mi enfermedad, ella se aferró a mi cuerpo hasta que tuve que amanecer en un hospital. Se fue llevándose 6 kilos de mi persona y me dejó, una lista de 10 medicamentos, una pila de almohadas por la noche y una terapia sonsa. Me siento como drogodependiente, de esas que con cada pastilla tiene el efecto placebo y ni siquiera sabe qué medicamento sirve para qué.
He hecho NADA. Las redes sociales se vuelven tan aburridas, las conversaciones me parecen forzadas y me parece conveniente, a veces hasta mejor, que nadie sepa de mi. Solo mi familia, mis gatos, mi casa y el calor que me abruma en estas vacaciones. Se siente un efecto liberador. Pacífico. Utópico e imperfecto volver a las raíces que una vez me vieron crecer para luego volver al caos al que decidí pertenecer en el frío constante de una ciudad que nunca duerme.